Hace bastante tiempo que lo de ‘escuchar’ se ha convertido en un tópico que aparece de manera inamovible en todos los decálogos sobre estrategias de comunicación. Un tópico no exento de razón, pero cuya aplicación por parte de una gran mayoría de nosotros no suele ir más allá de una simple pose…
Porque en el fondo, escuchamos, pero no oímos.
Y es que, por desgracia, lo único que realmente nos interesa es ‘que nos oigan’, transmitiendo únicamente aquello que intuimos puede atraer la atención de nuestra audiencia. Compartimos mensajes y contenidos (propios y ajenos) bien intencionados, tratando de componer una ‘partitura a medida’, que simplemente busca captar la atención y halagar el oído. Nos empeñamos en cuantificar las respuestas, convirtiéndolas en el argumento diferencial frente a nuestra competencia. Sumamos dígitos a nuestros resultados, transformándolos en justificación de nuestro trabajo y también de nuestro supuesto éxito estratégico…
Y así, casi sin darnos cuenta, terminamos haciendo oídos sordos a una realidad que grita de aburrimiento. Una realidad que reclama ‘aire fresco e ideas’... que reivindica ‘autenticidad’ y, sobre todo, ‘respuestas a medida’ -pero de las de verdad-.
Últimamente, son bastantes los posts que hablan de la ‘crisis de valor’ en las redes sociales. Del exceso de ruido, de la falta de conversación, del asfixiante humo que invade y satura los muros… Y no les falta razón.
Pero más allá de esa percepción, lo que realmente subyace no es una crisis de valor en los medios sociales, sino una crisis de identidad de sus usuarios -tanto marcas, como personas-.
Una circunstancia que ha conducido al asentamiento de la ‘relevancia’ como objetivo a conseguir, y bajo la que se esconde una gran parte de la banalidad argumental que domina el escenario de comunicación.
Ser ‘algo o alguien’ se ha convertido en la gasolina que mueve las estrategias. Y como consecuencia, los canales se han transformado en una inmensa y transitada autopista de egos y vanidades de sentido unidireccional. Una autopista que ha llegado a saturarse de tal forma, que está impidiendo la circulación fluida de la información, dificultando enormemente la posibilidad de alcanzar los objetivos.
Por ello, es imperativo que tratemos de recuperar el enfoque estratégico, asentando el valor de la comunicación en la calidad y no tanto en la cantidad. Que recuperemos nuestra misión y visión original y nos centremos en ‘escuchar lo que realmente demanda nuestro público’, ofreciéndole respuestas que, sin caer en el overpromise, den satisfacción a sus verdaderas necesidades y se conviertan en el mejor argumento para lograr su fidelidad.
Creo que es un buen momento para abandonar los cantos de sirena de la viralidad, para retomar el mando de nuestra comunicación y abrir nuevos caminos y formas sobre los que proyectar nuestro auténtico valor e identidad, hasta convertirnos en una respuesta asequible, confiable, interesante y productiva para el público.
Porque en definitiva, una marca perdurable no es la que trata de vencer a su competencia, sino la que convence a su público… Que no es lo mismo.